
A esas tierras de novela fuimos por Luis Mario
“En el corazón de cada uno hay dos pedazos arrancados, y cada mordisco tiene la forma exacta de las islas”, de Carlos Gamerro, en ‘La forma exacta de las islas’ (1992).
Sociales17/04/2021
El CiudadanoMientras rastreaba en mi memoria alguna experiencia para publicar en el semanario, le pregunté a mis compañeros de viaje alguna de ellas con Luis Mario en Malvinas.
“El último día buscaba un perfume lindo a la mujer. Me preguntaba cuál podía ser y además que lo ayudé a comprar con la vendedora, que era una morena y solo hablaba inglés. También le auxilié con los billetes y monedas de las islas. Lo mismo con otro regalo para la nena”, dice todavía un poco conmovido Gabriel Iturralde con la noticia de la muerte de Luis.
Walter Amatilli conocía por primera vez –creo– a Luis como yo y me dice: “Unía al grupo, con el que a veces surgían algunas diferencias. El siempre se mostraba abierto a integrar. Lo hacía desde un lugar con humildad. Y también demostraba orgullo con la virgen con que se tuvo que volver y anduvo con ella hasta en el camión de bomberos en Cañuelas”. También repasa que Luis “al pasar por los pocos negocios que había quería comprarle cosas a los hijos y la señora. En una proveeduría se compró una campera rojo flúor. Lo mismo se llevaron sus otros compañeros con unas verdes y amarillas. Para otros momentos hico ricos guisos en la casa que nos alojamos”.
En una de las caminatas nos encontramos justo cuando había un operativo sanitario de traslado con un helicóptero. Allí Luis descubrió que había estado con las camillas y heridos. Hasta se conservaba un pequeño galpón.
“Muy creyente, apoyado por la familia, orgulloso por sus islas y lo que hizo”, finaliza Walter.
No por azar sino por voluntad y recursos propios, tres décadas después de la invasión, estuve en las Malvinas. Luis Alberto Mario, el vecino del barrio Primero de Mayo, decidió volver a las islas luego de la derrota de los muchachos enviados hacia un final dudoso. Fue una preparación de varias consultas. Ningún cañuelense de los ex combatientes había regresado. El viaje había sido visto como una oportunidad periodística para el entonces director de este semanario Gabriel Iturralde. Sin rodeos me preguntó si quería acompañarlo y hacer la cobertura de Luis. No dudé.
A principios del 2017 viajamos Gabriel y su amigo Walter Amatilli. El sábado 10 de marzo tomamos un vuelo de Aerolíneas que nos llevó al Aeroparque Jorge Newbery y al pequeño aeropuerto de Río Gallegos. Allá nos esperaba Luis, con sus futuros compañeros de viaje. Habían pasado la noche en una austera instalación de la Fuerza Aérea. Eran también veteranos. A las horas había que tomar, y sin traspiés, un vuelo de Latam procedente de Chile que pasa por Río Gallegos. Aterrizó dos horas después en Mount Pleasant, la base militar del Reino Unido que recibe a los aviones civiles. El sábado siguiente, al regreso, se detiene en Santa Cruz. Esa escala mensual hace que la nave se llene de argentinos, excombatientes, veteranos y turistas. Pero en esa salida había varios deportistas, funcionarios de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires, el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, un cura villero, la madre de Plaza de Mayo Nora Cortiñas. Ese viaje tenía muchas características. Esas costas grises con reflejos verdes y formas serpenteantes, eran registradas por nuestras cámaras hasta detenerse durante el aterrizaje porque no están permitidas debido a las instalaciones militares donde se baja.
Nuestro hospedaje, de lo más hogareño. Convivimos en una casa que se alquila a turistas y que mira a la costa. Estábamos en la tierra del despojo, el mito, del siglo y medio de la ocupación. Un territorio extraño, casi hostil, un viento áspero, con un clima cambiante, y al mismo tiempo, fascinante en cuanto a percibir las sensaciones de los ex soldados y escuchar anécdotas noche y día. “Yo era helicoterista”, repetía Luis, con su gran abdomen, pelo bien corto entrecano, afeitado, y un tatuaje de las Islas Malvinas con el escudo de Aviación del Ejército en un brazo. Era de pocas palabras, práctico, directo, en sus ojos la expresión era de melancolía.
Vagamos por el pueblo de Port Stanley, unos dos kilómetros de frente y cinco de fondo, creo que no más. Salimos por los caminos asfaltados y de piedras. Había que tener cuidado con las banderas argentinas porque ofenden, nos advertían. La quietud y la tranquilidad envuelven hasta asfixiar. Los kelpers creo que ni nos miraban. Eramos unos turistas más.
Caminando se encontraba un busto de Margaret Tacher, un monumento a los caídos británicos recordados con amapolas plásticas. Las casas todas bajas, estilo riguroso, hay de madera o plásticas, con techos a dos aguas y jardines simétricos y sus flores que protegen del cruel clima con techos de vidrio. Las banderas británicas y de las Falklands en los autos, jardines, monumentos marcaban la cancha. Había cierta desconfianza con la presencia de los activistas de DD.HH. y lo insinuaban.
En los montes donde hubo batalla pisábamos helechos diminutos, musgo verde y plantas prehistóricas ilustradas en los libros del colegio. En varias ocasiones nos hundíamos en la turba y se empapaba el calzado.
El 1 de abril último lo llamé a Luis al teléfono para conocer sobre el acto en la plaza Belgrano. Me avisó que estaba con una tos y que decidió que mejor era quedarse en su casa. Un carraspeo se coló por el aparato. El fin de semana pasado me avisaron por un mensaje al celular de la muerte de Luis. Era otra vez noticia.
Leandro Barni


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