Producción láctea: los recuerdos de un tambero que ordeñaba con un farol y un banquito

Jorge Delle Coste, de 79 años, es un trabajador del campo que no conocía de máquinas ni de la profesionalización de la actividad lechera, tan importante en nuestra región. "Se ordeñaba a cielo abierto", recuerda. "Y la leche no espera", es su reflexión sobre su vida pasada.

El Ciudadano Campo22/11/2024 Leandro Barni
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Jorge Delle Coste rodeado por sus nietos y uno de sus bisnietos. "El tambero tiene la misión de ordeñar", asevera este hombre de 79 años.

Jorge Delle Coste creció entre las vacas, el pasto y la dura rutina del tambo, una tradición que pasaba de generación en generación en su familia. En su casa, el tambero era su padre, y más tarde, se sumaban él y sus hermanos. Ellos trabajaban junto a él, madrugando todos los días para cumplir con el arduo trabajo de ordeñar las vacas. "No, no... Éramos tamberos, no puesteros", aclara Jorge, al referirse a su rol en la actividad.

"El tambero tiene la misión de ordeñar, el puestero cuida y maneja el campo", explica, con la certeza que solo los que viven esa realidad pueden tener.

La vida de este hombre de 79 años comenzó muy temprano en los campos de los Mendigochea, donde no existían los modernos tinglados ni las máquinas que hoy facilitan el trabajo. "Se ordeñaba a cielo abierto", recuerda. "A veces, llevábamos un farol colgado en un palo bien alto para iluminar el lugar, porque no había alumbrado". En aquellos años, el trabajo se hacía a mano y, como todo en el campo, dependía del clima y de la voluntad de los animales. Corrían los años ’50...

De pequeño, Jorge comenzó a acompañar a su padre en las tareas del tambo a los once años. "Había una vaca mansita, que se llamaba Bataraza, con la que aprendí a ordeñar", cuenta con una sonrisa. A veces, no llegaba a despertar a tiempo y lloraba porque se quedaba dormido y le tocaba ver cómo otro tomaba su lugar. "De grande, lloraba para no ir...", confiesa, en una reflexión nostálgica de aquellos tiempos.

El trabajo era incansable y las vacaciones no existían. "Ahí no había Navidad, ni tres días de franco... ¡Nada!", recuerda Jorge. "Con fiebre, o dolor de muelas, uno debía ir igual. La vaca no te iba a esperar". Y aunque el camión que recogía la leche pasaba puntualmente, la responsabilidad no se podía dejar en manos de nadie más. "Si el camión venía más tarde, por lluvia o lo que fuera, no había forma de decir 'me quedo un ratito más en la cama'. La leche no espera", asegura con firmeza.

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Jorge, en su época de "lechero" en un tambo, fiel a la herencia del trabajo. "Con fiebre, o dolor de muelas, uno debía ir igual. La vaca no te iba a esperar", dice.

En la época en la que Jorge comenzó a trabajar, no habían los avances tecnológicos que hoy permiten un ordeñe más rápido y eficiente. Todo se hacía a mano, con banquitos pequeños que los ordeñadores usaban para llegar a las vacas, y los baldes de metal de 20 litros eran la norma.

"Se ordeñaba hasta que se terminaba. No era como ahora, que cada uno ordeña un número determinado de vacas. Aquí, algunos ordeñábamos diez, otros cinco, dependiendo de la velocidad y la destreza de cada uno", rememora.

La leche, una vez extraída, se colaba y se pasaba a grandes tarros, que luego se transportaban hasta la tranquera para ser recogidos por los camiones, como el de los Ponce, que era el que solía recoger la leche en aquellos días. "Eran tiempos duros, pero era lo que tocaba. Uno se levantaba, ordeñaba y seguía", señala. Y también cuenta que trabajó "en lo de la familia Urbisaia durante catorce años, donde el trabajo era similar, aunque con más comodidades y algo más de tecnología". Su trabajó terminó en el campo de Don Perico, de Tellería.

Creció en una gran familia, con once hermanos, siete mujeres y cuatro varones. Vivían en una casa dentro del campo, donde la vida transcurría entre las tareas del tambo y las escasas salidas. "Si ibas a un baile, tenías que regresar a tiempo para trabajar. No había excusas", recuerda con tono nostálgico, sabiendo que esa vida forjó su carácter y el de sus hermanos. A pesar de la dureza, Jorge rescata con cariño esos momentos de su niñez, cuando las jornadas de ordeñe y los sacrificios cotidianos formaban parte de la rutina. Hasta 1993, cuando se vino a vivir a nuestra ciudad. Viudo de Estrella Farías, ex directora de la Casa del Niño ‘Laura Vicuña’, tuvo tres hijas, que le dieron 8 nietos y 2 bisnietos.

La escuela, para Jorge, no fue una prioridad. Solo alcanzó a terminar  hasta cuarto grado. "Mi papá nos crió casi solo. Fuimos una familia muy grande y el trabajo no nos daba tiempo para más", explica, en un claro reflejo de la vida rural de esa época, donde la educación primaria era apenas un paso antes de comenzar a trabajar en el campo.

Algunas prácticas de ese oficio se las transmitió a un niño llamado ‘Beto’ que venía a Cañuelas de vacaciones con su familia oriunda de Villa Madero porque tenían una casa de fin de semana cercana al tambo.

Hoy, al recordar aquellos tiempos, Jorge no solo habla de un trabajo físico y agotador, sino también de un legado familiar que lo marcó profundamente. Un legado de esfuerzo, sacrificio y respeto por el campo, que sigue siendo parte de su identidad, aún en el tiempo de la modernidad y los avances tecnológicos.

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