Lo Intempestivo: diario de una señorita

Interés general 05 de noviembre de 2021 Por El Ciudadano
sabbat

Los años ochenta fueron el apogeo de las discotecas. Ir a bailar era un ritual los sábados por la noche. Las peñas competían con esa necesidad de danzar y sociabilizar, pero en los ochenta fueron las discotecas las reinas de la movida nocturna. Las esferas de espejos (ítem indispensable) girando en el techo, las luces que se reflejaban en mil partículas rodando por las paredes, el roce de los cuerpos, los lugares ocursos, o “reservados”, que facilitaban esa necesaria intimidad para sentirse mayores y libres estaban en las discotecas. La música al re-palo y enganchada daba la sensación de que la noche era interminable. Los disc jockey, en sus cabinas, siempre en la altura y acompañados como dioses del Olimpo, eran el epicentro de la fiesta. En realidad, la música disco en vinilos era el alma de la noche sabática: Donna Summer, Village People, Génesis, Madonna, cuando sonaba Like a Virgin o Electric Light Orchestra con de Last Train to London… la pista se ponía picante. Las melenas femeninas sacudían su belleza al ritmo, y los muchachos acompañaban la efervescencia con sus camisas abiertas a pelo en pecho. El bloque nacional nunca faltaba: Virus, Los Twist, Los Abuelos de la Nada, Las Primas… y para cerrar los lentos: momento de afianzar algún trámite sentimental que se venía gestionando quizá desde temprano o de otro sábado previo. 
Sabbat abrió sus puertas en marzo de 1982. La dictadura cívico militar se retiraba dejando un gran vacío: el mítico boliche de Cañuelas inauguraba un nuevo espacio de encuentro. La esquina de Libertad y Florida (paradójico nombre de las calles) explotaba de autos y de gente. Los falcons, el fitito, el 147, el cuatro latas o el Renault 12 copaban toda la manzana y las aledañas. La vereda era la previa. Ahí se daban las primeras miradas y se empezaban a tejer historias, a lucir vestidos, peinados, zapatos. Las chicas con hombreras y los pibes con pantalones campana y Adidas Malibú. En la vereda se comenzaba a cocinar la noche. La juventud de Cañuelas se conocía del barrio, de estudiar en el Estrada o en la Técnica, sin embargo, la magia de esas noches eran las caras nuevas. Cientos de jóvenes venían de Monte Grande, Ezeiza y Lobos a bailar y a beber. Esta mixtura hacía más interesante cada noche porque brindaba la oportunidad de conocer a alguien fuera del entorno habitual. 
María del Carmen conoció a Javier apoyado en la baranda de madera que daba a la pista. El tenía una camisa blanca abierta y un blue jeans Wrangler. Rubiecito, acomodaba sus indómitos rulos con algo de gomina y no dejaba de masticar chicles. Ella aún hoy atesora una vieja agenda que en la portada tiene la cara de Snoopy y en sus hojas internas parte de su adolescencia. Cada vez que gira la hoja se encuentra con aromas que traen gratos recuerdos. Envoltorios de golosinas perduran desde aquella época estirados entres las páginas escritas con tinta. Una invitación a La Vieja Posada, un papel de  Rodesia, Tubi y hasta uno dorado de Capitán del Espacio pude ver mientras me contaba su historia. Me dice que las chicas de su escuela todas tenían una agenda similar donde iban anotando historias. Ella había dejado este recuerdo: Javier era de Ezeiza y esa noche la besó con dulzura. Le contó que estaba terminado el secundario y que su hermano mayor se salvó de la colimba por número bajo. Su mamá tenía una tienda de ropa sobre la ruta 205 y él la ayudaba por las tardes. María del Carmen se acordaba de todo porque muchas cosas tenía anotadas y porque su corazón las había guardado. Se vieron durante varios meses y el encuentro era en la puerta del boliche. Se abrazaban en la vereda y no se soltaban hasta la despedida con los primeros rayos del sol de noviembre. A Javier lo veía venir por la calle Libertad en su 147 beige con una calcomanía de Le Paradise en el vidrio. 
Al principio venía con amigos y luego venía solo. Ese verano se encontraron todos los sábados. Primero la barra, luego la pista y terminaban en el “reservado” de arriba fundidos en un abrazo. Los besos fueron cada vez más ardientes y ella se enamoró profundamente. Cuando terminó el verano Javier faltó a una cita… luego a otra… y a otra. Ella lo esperaba todos los sábados entre la gente que hacía cola para entrar a Sabbat (muy pocos tenían teléfono en aquella época). Una vez se cruzó a uno de sus amigos y le preguntó. La respuesta fue que lo habían llamado para hacer la colimba y le tocó marina en Ushuaia. Con tristeza trató de entender y siguió esperando sábado a sábado. Hasta que un día vio al 147 beige estacionar. Del lado del acompañante una chica de rulos al viento lo abrazaba. Él estaba rapado y cuando la vio no la saludó. Ese fue su primer desencanto. 


Por Martín Aleandro

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