Patricia González, una vida entre residuos y una muerte que todavía duele y deja dudas
La vecina del barrio Las Chapitas, que murió asfixiada bajo metros de basura en el predio del Ecopunto, es recordada por su hermano mayor, quien expresó: "La cruzaba todos los días a las cinco. Ella salía en bici, se abrigaba y se iba. Me esperaba a mí. Esa tarde no llegó a ponerse la campera”.
Patricia Florencia González tenía 50 años y desde los nueve sobrevivía entre montañas de basura. Nació y creció en el barrio Los Aromos, y desde muy pequeña supo lo que era revolver bolsas en el basural a cielo abierto del distrito. Lo hizo junto a su madre, María, y sus tres hermanos. En esos años, allá por los '80, no existían los eufemismos como “eco-punto” ni el reconocimiento a los “recicladores urbanos”. La basura no era un tema de política ambiental, sino una forma de subsistencia. Y Patricia fue parte de ese mundo desde que tuvo uso de razón.
Su historia terminó de manera trágica el pasado jueves 26 de junio, cuando murió asfixiada en el predio del Ecopunto de Ruta 6, el mismo lugar donde trabajó toda su vida. Una pala mecánica arrojó una gran cantidad de residuos sin advertir su presencia. Cuando sus compañeros notaron que Patricia no aparecía, ya era tarde. Su cuerpo fue hallado por los bomberos seis horas más tarde, bajo casi cinco metros de residuos.
A la quema
“Volví a trabajar porque tengo que comer y es mi medio de vida”, dice Ricardo, con los ojos hinchados pero la voz firme. Habla entre pausas, como quien carga más bronca que tristeza. Recolecta residuos, como lo hacía Patricia. El trabajo en el basural, al que los recicladores llaman “la quema”, es parte de su historia. También es el escenario del crimen que le cambió la vida para siempre.
“La cruzaba todos los días a las cinco. Ella salía en bici, se abrigaba con la campera y se iba. Me esperaba a mí. Esa tarde no llegó a ponerse la campera”, cuenta. Ricardo no cree en coincidencias ni en accidentes. Mucho menos en la versión del operario que dijo que Patricia “se fue con un muchacho en un auto gris”.
“Ese tipo andaba diciendo pavadas. Estaba nervioso. Nunca le creí. Mi hermana jamás habría dejado tirada su mochila, la campera y su bicicleta. Lo que pasó fue otra cosa. Yo lo dije, como referente del lugar: esa persona no estaba bien, consumía y hacía mal su trabajo”.
Ricardo menciona el nombre del operario como ‘el tucumano’ que manejaba la máquina esa tarde, pero no lo necesita. Todos en el predio sabían quién era. “Él se dio cuenta de lo que hizo. Entonces la tapó. La asfixió con la basura y la tierra. Dejó todo preparado para que la batea la llevara al Ceamse. Pero yo lo seguí. Seguí las huellas de la máquina y llegué al lugar donde estaba mi hermana. No me creían. Me decían que no podía ser. Y ahí estaba. Pero ya era tarde.”
Ese día el ambiente se enrareció en el EcoPunto. El operario no quería mover la pala, quiso irse antes de que llegara la Policía. “Lo encubrieron. Se quería rajar. Y mientras tanto, nosotros buscando a mi hermana como locos. Nos destrozaron la vida con la única hermana que teníamos”.
Patricia vivía con su hijo adolescente, que ahora está al cuidado de Daniela, la hermana menor de 23. La familia de recicladores se reparte entre los trabajos informales, las changas y las promesas que no llegan. Esta semana, el EcoPunto estuvo cerrado, y un grupo de trabajadores —coordinados por Ricardo— se trasladó a otro campo para seguir reciclando. La necesidad no da tregua.
Ricardo lleva años reclamando mayor seguridad en el lugar. “Ahí se mete cualquiera: borrachos, drogones, guachajes. Pedí que controlen, pero nada. Siempre decían que yo era buchón. Ya hubo incendios, accidentes entre camiones. Pero nunca una cosa así”.
La vida en la basura
El operador de la pala fue imputado por homicidio culposo y la autopsia determinó que Patricia murió por asfixia. Sin embargo, su familia sostiene que tenía golpes en el cuerpo y apunta contra la empresa tercerizada que opera en el predio. Reclaman una investigación a fondo y denuncian falta de controles en un lugar donde cada día crece la cantidad de personas que viven de lo que otros desechan.
Patricia no pertenecía a ninguna cooperativa. Era independiente. Iba de lunes a viernes al Ecopunto, de 15 a 17. Separaba material reciclable que luego almacenaba en un galpón de uno de sus hermanos. Sacaba alrededor de 150 mil pesos mensuales, una suma ajustada, pero que le permitía sostener su hogar y sostener a su hijo Ángel, de 15 años, nacido con una malformación en una mano.
Vivía en el barrio Las Chapitas. Había logrado pequeños grandes avances: puertas y ventanas nuevas, cuotas del televisor al día, plata guardada para la boleta de luz. Todo estaba ordenado. Su prioridad era que Ángel no dejara la escuela. El adolescente cursa cuarto año del secundario y ahora vive con su hermana mayor, Daniela, quien fue testigo del momento más brutal: la aparición del cuerpo de su madre, emergiendo de entre la basura. Esta mujer le había dos nietos varones a Patricia.
El predio donde murió Patricia pertenece al Municipio de Cañuelas. En 2012 hubo un intento de transformarlo en una planta procesadora moderna. El proyecto nunca prosperó. Hoy, el Ecopunto es apenas un tinglado abierto, con escasos controles. En los papeles, los recicladores solo pueden trabajar en ese espacio. En la práctica, los límites no existen y la precariedad es la norma.
El sistema de residuos local funciona bajo un esquema mixto. Los camiones del Municipio recogen la basura y la trasladan al predio, donde se acumula y luego es cargada por maquinaria pesada en vehículos del CEAMSE. A través de un convenio con ACUMAR, los residuos terminan su camino en una planta de transferencia en el barrio porteño de Flores.
Patricia era el primer eslabón de ese engranaje. Una trabajadora esencial invisibilizada. Su muerte no solo deja un vacío inmenso en su familia, sino que pone sobre la mesa las condiciones de desprotección extrema en que sobreviven personas que hurgan en la basura para sostener su dignidad.
En las fotos familiares, Patricia aparece sonriente, en algunas con la camiseta de Boca, junto a sus hermanos, celebrando un cumpleaños de su madre con una remera personalizada que decía: “Feliz cumpleaños, abuela”.
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