Interés general Leandro Barni 12/01/2025

Cristina Fullone, la reina de las tijeras que cumplió 60 años al frente de su peluquería

De niña empezó a trabajar en su casa familiar de Uribelarrea, donde funcionaba el único salón para damas de la localidad. En 1979, se trasladó al centro urbano. Una infinidad de mujeres pasaron por sus manos expertas para distintos eventos.

Cristina Fullone y una torta con el número 60, los años que cumplió al frente de la peluquería ubicada en la calle Lara.

Cristina Fullone nació en Uribelarrea, pero su destino estaba marcado por el brillo de las tijeras y el aroma del champú. Desde muy joven, supo que su vida estaría entre rizos, cortes y peinados, y a los 13 años y medio abrió la primera peluquería de damas de su pueblo. Un acto de audacia y convicción para la época, respaldado por el apoyo de su madrina, ‘Mimí’ Masciotra y su marido, quien la llevó a Buenos Aires a formarse en la prestigiosa academia Lifar. 

Allí, en un viaje que duró dos años, Cristina aprendió el arte de la peluquería. Sin embargo, no fue en la antigua Capital Federal donde comenzó su historia; a los 11 años, ya había empezado a familiarizarse con los instrumentos de trabajo en el salón de una tía.

La vocación de Cristina no surgió de un capricho adolescente; era un destino forjado en su infancia. De pequeña, pasaba largas horas observando el vaivén de las tijeras en la peluquería cercana a la casa de su tía. En primer grado, con su maestra Ofelia Garangoni, ya dejaba en claro sus sueños: “Yo voy a ser peluquera, yo no voy a estudiar”. Y, tal como lo había anunciado, lo logró. “Cumplí con mi misión y hoy sigo igual que el primer día, con el mismo entusiasmo”, asegura.

El 21 de diciembre de 1964, Fullone inauguró el ‘Salón Cristina’, en la calle Rosenbusch, justo en la esquina de su casa familiar. Su padre, quien trabajaba en la instalación de motores, fue quien se encargó de hacer posible la habilitación municipal del lugar y también le sirvió de garantía. En ese pequeño local, Cristina comenzó a construir lo que hoy es una historia de 60 años. La tecnología era rudimentaria; el secador que utilizaba era un aparato híbrido, que funcionaba a gas, ya que la electricidad aún no había llegado a Uribelarrea. Para los lavados, recurría a una palangana de pie, mientras las clientas se acomodaban bajo un secador que hacía vibrar la cabeza, envuelta en la bocha.

Pero no era solo la habilidad con las manos lo que hizo crecer la clientela de Cristina; su dedicación era total. Atendía sin descanso, de lunes a sábado, y las vecinas acudían por orden de llegada, sin importar lo que estuviera en juego: el peinado de una novia, una fiesta o un evento social en el pueblo. A lo largo de las décadas, formó una base de clientas fieles, algunas de las cuales la visitan desde hace 60 años. Entre ellas, se encuentran muchas niñas que confiaron en sus manos expertas para peinados de primera comunión, una de las muchas etapas de la vida que Cristina acompañó con su oficio.

Una foto de dos clientas en el viejo local, donde Cristina arregla el cabello de las señoras.

Aunque su base de operaciones inicial estuvo en Rosenbusch, en 1979 se mudó a Cañuelas, sobre la calle Lara al 53, donde continúa atendiendo a sus clientas en la misma casa que hace años eligió como su refugio y su local de trabajo. Allí, a lo largo de las décadas, ha logrado que generaciones completas de mujeres confíen en su destreza.

Cristina nunca dejó de formarse. Desde adolescente, viajaba en tren hasta Buenos Aires para capacitarse en cortes, peinados y colores. Cada viaje lo hacía acompañada de alguien, ya que el trayecto no era fácil para una joven de pueblo. Su formación continuó a lo largo de los años, y en la actualidad se mantiene al día con las últimas técnicas a través de cursos online y la visita de una técnica de L’Oréal en su salón. Para ella, el aprendizaje nunca cesa: “Siempre hay técnicas nuevas y no puedo quedarme con saber un par de cosas. Se necesita más”, afirma.

La peluquería para Cristina es una pasión inquebrantable. “Es mi vida y seguiré hasta que me acompañe el cuerpo”, dice, con una convicción que se mantiene vigente con el paso de las décadas. Aunque la vida le ofreció la posibilidad de expandir su negocio, ella siempre prefirió mantener el control total de su trabajo, sin delegar en nadie. 

Es un hecho que aún trabaja sola, algo que no ha cambiado a lo largo de los años. En su época, su madre Rosita cumplía una función vital en el salón: recibía a las clientas, charlaba con ellas, mantenía el lugar en orden y se ocupaba de las toallas, un detalle de cariño y dedicación que caracterizaba al local, y que sigue intacto.

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