Carlos Urbisaia, el criollo indomable de Cañuelas que volvió a brillar en la Rural de Palermo
Levantó tres premios de los importantes, que lo consagran como un tradicionalista de raza. Y sobre su performance comentó: “El caballo debe andar de manera correcta. Un tironcito de más ya es una orden. Hay que estar muy tranquilo, porque cualquier grito, una luz, una cámara, lo descoloca”.
En un país donde los caballos todavía saben más de la patria que muchos funcionarios, un criollo de ley volvió a dejar la huella en la mítica pista de Palermo. Con sombrero, bombacha y mirada firme, Carlos Urbisaia, de 55 años, gaucho de Cañuelas y hombre de a caballo desde la cuna, se consagró —otra vez— en la 137º Exposición de la Sociedad Rural Argentina. Y no fue con palabras. Fue con su andar. Fue con su caballo. Fue con tres premios colgados al pecho como medallas ganadas en una guerra noble, silenciosa y llena de barro.
“Gran Campeón en Pasadores Cortos de Mataderos”, “Premio Ramón Santamarina” y “Premio Eleodoro Marenco”. Con esos trofeos volvió a casa, donde el mate no se enfría y el caballo duerme mejor que uno. Y no es verso: lo dijo un paisano mientras lo miraba desfilar, con emoción y envidia: “Este duerme más con el caballo que con la mujer”. Y quizás tenía razón.
Llegar ahí no es un paseo dominical. Urbisaia cruzó clasificatorias como quien sortea estancias incendiadas por el viento pampeano. A lo largo del año, se gana el derecho de estar en esa pista sagrada. No es cuestión de montarse bien y sonreír: hay que tener genética, morfología, andar y un arreglo de esos que solo se logran con paciencia de relojero suizo y alma de escultor. “Todo acorde a la categoría y el año que se representa”, explica Urbisaia, que no tira frases al aire, las clava como espuelas.
De la Rural para Cañuelas: copa y cucarda; jarra y cucarda rosa; y plato con cucarda rosa.
Este año, por ejemplo, la moda era dejarle un triángulo en la punta de la oreja. Sí, un triangulito. Cosa delicada, como cortar con bisturí sobre un tambor que respira. "Una mosca, un movimiento, y chao triángulo", cuenta entre risas y respeto por el arte de tusar. Porque el desfile es arte, no sólo tradición.
El caballo de Carlos —ese que no siempre saca a pasear por Cañuelas para no desgastarlo— es un actor de carácter. Entra callado, pero cuando escucha el micrófono, cuando huele el escenario, se agranda como si supiera que es su momento. “Ahí empieza a lucirse… Es él, yo lo acompaño nomás. Ya nace con esa virtud”, dice Urbisaia, y uno entiende que en esa pista no hay truco. Hay conexión, hay historia, hay respeto. Hay años de preparación, sudor y amor por lo que no se compra.
“El caballo debe andar de manera correcta. Un tironcito de más ya es una orden. Hay que estar muy tranquilo, porque cualquier grito, una luz, una cámara, lo descoloca”, agrega el gaucho, que conoce cada músculo, cada reacción, cada sombra que puede asustar a su compañero de cuatro patas.
Una familia detrás del cuero y el bronce
Detrás de este gaucho hay algo aún más fuerte que el lazo de riendas: su familia. "En la pista somos el caballo y yo, pero mis hijos y mi señora están encima de todo: el clima, las vestimentas, el cuidado", dice con los ojos llenos de agradecimiento. Menciona detalles que muchos no ven: la manta que se descose, la hora justa para sacarlo a andar sin que sude de más, el baño, el secado, la protección contra el frío. Todo para que ese pelaje llegue brillante, impecable, con la dignidad del campo.
Y mientras muchos arman discursos vacíos sobre tradiciones y folklore, Carlos las vive. Las respira. Las defiende con botas y espuela, con su sombrero y su caballo.
Un gaucho con estampa
De los nueve estilos de pasadores —cortos, largos, de llanura—, Urbisaia salió elegido en su categoría. Pasó a los premios especiales. Enfrentó a los mejores. Y en la final, cuando sólo cinco caballos quedaban en pista, ganó el “Eleodoro Marenco”, la estatuilla que no se entrega a cualquiera. Es para el gaucho más representativo, el que lleva la mejor estampa, el que parece salido de una pintura de Molina Campos pero de carne y hueso.
“Esto no es suerte. Es entrega. Es conexión nata”, dice. Y no se equivoca. Porque en un país donde se grita por todo y se logra poco, este criollo se mete a la pista en silencio y vuelve con tres premios. Sin alardes. Sin marketing. Con humildad y polvo en las botas.
Y así, mientras muchos se pierden en debates inútiles, Carlos Urbisaia —gaucho de ley— nos recuerda que todavía hay hombres que saben caminar al ritmo de sus caballos. Y que en la pista o en la vida, el que va con alma, llega lejos.
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